Eso bastó para que ella entendiera.
Cada día caminé y veía a todas esas mujeres: Complexiones
diversas y un mismo proceder… no hay dificultad en eso. ¡Cuántas veces me
dijiste: “Eres un cabrón… misógino”!, y yo, sólo sonreía. Las mujeres son sencillas todas quieren lo
mismo: Abrazos, que las escuches, que las hagas sentir especiales y que te
intereses por lo que dicen… ¡Es fácil!
Me preguntaste: “¿Realmente te interesas o te interesó lo
que dijo?” En realidad no, pero es importante recordar o hacerte pasar por un
imbécil… Su instinto maternal hace el resto.
Mi lista era inagotable –por lo menos algunas personas lo
creían así-. Llevaba la cuenta en un tubo de la litera y estaba segura hasta
que te percataste. Fuiste mi amiga, mi confidente, mi madre y mi cómplice…
Después
otra cosa. No me gustan los títulos… si le pones nombre adquieres
responsabilidades y no las deseo… por lo menos no en ese momento y,
ciertamente, no ahora. Sin embargo, tú cumplías perfectamente con ese papel:
·
Amiga: Escuchabas todas mis aventuras, mis
deslices, mis coqueteos, frivolidades y pendientes… poco faltó para que fueras
hasta mi secretaria. Siempre dispuesta a “picharme” un café o un cigarro.
·
Confidente: Te conté todas esas experiencias con
mi madre y hasta te las arreglaste para “sacarme” ciertas verdades sobre mi
pasado. Eras hábil para unir hilos… aunque los hubiera soltado meses atrás.
Peligrosamente observadora.
·
Madre: Siempre preocupada por mí, por mis
necesidades –aún cuando no pedía tu opinión o ayuda.
·
Cómplice: Estabas dispuesta a ser tapadera o
pretexto cuando se me juntaban las Palomas en el palomar.
Un día te besé y todo cambió siendo igual. La diferencia fue
el secreto, lo oculto… ¿Para qué mostrarte si no eres igual? No quise responsabilidades
contigo.
Cuatro años y un día… y en esos mil cuatrocientos sesenta y
un días viste todo, te cansaste de esperar y tomaste un camino nuevo.
Ya no recuerdo tu piel… no era peculiar.
Ya no recuerdo tus besos… he besado tantas bocas.
Ya no recuerdo cómo fue nuestra primera vez en ese hotel sin
luces… y a pesar de ello, al encontrarte por la calle… sonreí.
Te veías ciertamente distinta… al igual que yo, pero ya
pasaron tus veintiocho años –la edad de plenitud en las mujeres- estás rumbo a
tu decadencia y avanzas a paso firme. Yo no me quedo atrás. Tenemos canas,
pocas, pero ahí están. Piel marcada por el tiempo.
Después del café me dijiste algo curioso:
-“Tengo miedo… estoy viéndote en mi presente y tu viejo modo
de deshacerte de las mujeres”.
-“Lo había olvidado… me lo hiciste recordar”, te dije.
-“Haces todo lo que ella odia de ti, lo haces ‘sin querer’
hasta que se canse y sea precisamente ella quien te deje. Tú no dejas a nadie…
No aceptarías esa responsabilidad”.
-“Lo sé, qué tiempos aquellos”.
-“Cabrón, misógino”…
Reímos. Es sorprendente que tengas miedo… ¿Tú? ¡Quién lo
diría!, la vejez te está pegando. Se acabó el sentimiento de autosuficiencia
propia de la juventud. Nos despedimos, lloraste, dijiste que tenías miedo… Te
estás enamorando y caminas por una cuerda floja y sin amarre. ¡En fin!
Nos despedimos, agradeciste… te acompañé al metro y vi cómo
te despedías a lo lejos y te fuiste. Un pequeño gesto de caballerosidad nunca
está de más. Mañana ya no recordaré esto… Después de todo tú también tienes tu
número en mi lista…
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