sábado, 12 de julio de 2014

Enamorarse como adolescente puede ser uno de los más grandes regalos de la vida.



 Eso de enamorarse desmedidamente puede traer muchas complicaciones. La más evidente es la dificultad de dejar ir al otro/a: ¿Cómo borras sus sonrisas, sus besos, la forma tan suya de andar, sus vicios y virtudes?, ¿Cómo desvaneces todo lo bueno y todo lo malo que construyeron juntos?

 

Dicen que la adolescencia es el momento propicio para enamorarse sin medida porque al terminar ese primer amor hay aún mucho tiempo por delante que ayudará a sanar. Los malos momentos se transforman en anécdotas de juventud “Cuando uno/a aún creía en el amor”. Después, las personas suelen ser más cuidadosas en entregar su vulnerabilidad en manos de alguien más. El temor de volver a caer convierte a las personas en sujetos precavidos: “Entrego mis sentimientos en dosis tolerables” y, a pesar de estas precauciones, cada relación implica entregarse al otro y volverse vulnerable.

 

 A veces miro mi pasado y recuerdo todas esas personas en mi vida. Hay quienes aún hoy me arrancan una sonrisa y otros más a quienes desearía ver para saber qué ha sido de cada cual. Ver en sus ojos cómo es el mismo pero diferente y que pueda ver en mí cómo he crecido y dejado de ser siendo lo que soy.

 

 Sin embargo, aprender la lección primordial: “Al crecer, uno no se entrega como la primera vez”, no necesariamente se presenta a tierna edad. Hoy me pregunto: ¿Acaso no tuve esa primera vez?, ¿acaso nunca me había enamorado así? Al parecer esa etapa nunca se me presentó. 

 

 Hay quienes aprendimos a amar a la distancia, desde el silencio, desde la precaución… La eterna precaución; y una mañana, todas nuestras defensas se desmoronaron ante esa mirada que nos desarma y esa sonrisa que nos prometió dulzura. ¿La prometió?, en realidad no, pero hay quienes creemos que así fue.

 

 Hoy creo que enamorarse sin medida es una bendición porque duele y porque creo que, a pesar de la supuesta edad madura, “enamorarse como adolescente” puede ser uno de los más grandes regalos de la vida. La edad madura nos enseña a comprender que “no se muere de amor” y ésa es mi ventaja. Duele y dolerá por un largo tiempo, pero la cicatriz –que hoy tiene un bello nombre- será parte de esas anécdotas que me permitirán sonreír y saber que la vida ha valido la pena.